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SOCA

  • Foto del escritor: Beatriz
    Beatriz
  • 25 jul 2019
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 17 oct 2019

En los últimos meses me he adentrado más que nunca en el universo de las estrellas Michelin. Aunque en la mayoría de las ocasiones ha sido como comensal, también he querido estar del lado del servicio para tener una visión más amplia de lo que supone un restaurante de tales características. Dos restaurantes con dos estrellas cada uno, y a la única conclusión a la que llegué tras acabar es que no quería seguir trabajando en la sala, que era demasiado agotador física y psicológicamente mientras las condiciones no cambien. Sin embargo, mi situación actual (mucho tiempo libre y falta de ideas) me llevó a mandar mi CV a los restaurantes de cierta categoría de la zona de Málaga y, tras unos días sin noticias, ayer recibí una llamada para una entrevista este mediodía.

Si llegar hasta allí me llevó algo más de 1 h entre las caminatas y el tren, la entrevista en sí apenas duró 10 minutos. La estética del restaurante, con sus techos altos, aspecto industrial/natural me llamó la atención, pero también el hecho de que la persona con la que debía encontrarme estuviese ocupada en ese momento. Así que en mi cabeza la única pregunta que quería (y quizás debí) hacer era ¿para qué me haces perder el tiempo? Sin embargo, me limité a las clásicas preguntas relativas a la forma de trabajo, horarios y salario (que ya está bien de considerarlo un tema tabú). Aquí hubo pocas sorpresas: poco personal, contrato de 4/8 horas -pero ya sabes que en hostelería...siempre se acaba haciendo alguna más- y salario según convenio. No sé vosotros, pero en ese momento pensé algo como ¡Tantos avances en cocina y tan pocos en recursos humanos!

Al menos solo me llevó 10 minutos darme cuenta de que no quería trabajar en este restaurante y que lo mejor sería buscar un sitio para alimentarme. Mi primera opción en la lista (Mamuchis) no estaba disponible, por lo que hice una búsqueda en mis dos sitios de referencia: la aplicación de la guía Michelin y la guía Repsol. Mientras la primera apenas da una descripción de los establecimientos y se limita a indicar el rango de precios, la segunda te transporta (e incluso te hace salivar) al sitio en cuestión, por lo que resulta mucho más tentadora. Sin embargo, los más de 30 grados me hicieron descartar propuestas como los callos con garbanzos o el potaje de jibia, por más apetecibles que sonaran, e inclinarme por un sitio como el Restaurante SOCA - Cocina Mediterránea & Sushi Bar, recomendado por la guía Michelin en varias ocasiones. El aspecto del local no es que me motivara demasiado - en la línea de otros que se han puesto de moda en los últimos años- con la cocina semi-abierta y mesas de madera sin mantel, platos, cubiertos (y palillos), un mini botecito con salsa de soja por aquello del sushi, y un pequeño cuenco para servirla. Tan solo una de ellas estaba ocupada por una pareja de señoras y quizás por aquello de que no me sintiera sola, decidieron sentarme en la mesa de al lado, que también era la más próxima a la barra.

A falta de compañía, buenas son las conversaciones ajenas.

En poco más de un minuto tenía en mis manos la carta de comidas y la de bebidas. Ante esta última no pude reprimir mi clásica pregunta: "blanco por copas, que NO sea Verdejo, ¿qué tienes?" Y es que siempre albergo la esperanza de que me ofrezcan un vino de la zona, en lugar del popular Verdejo/Rueda que no falta en ningún bar/restaurante. Y yo me pregunto, qué relación hay entre el hecho de ser mujer, joven, y el Verdejo. Quizás debería sacar la pregunta de mi cabeza y recopilar las respuestas de hosteleros para luego escribir un libro. Ante mi sorpresa, tenían varias opciones incluyendo una de la zona: Mountain Blanco, que el camarero remarcó como la mejor opción. Lo que él no sabía -ni tenía por qué- era mi aversión hacía Telmo Rodríguez, así que opté por el menos dulce de todos, BOLO (Godello, DO Valdeorras). Elegido el vino, faltaba la comida. Aquí mi indecisión me lo puso complicado, pues no sabía si quería sushi, comida mediterránea o un poco de todo, por lo que decidí preguntar por el menú que no aparecía en la carta, pero sí en la puerta del restaurante. Eso de que “cambia cada día” me hizo pensar más en que intentan aprovechar lo que sobra, que, en crear cosas nuevas, pero también en la sostenibilidad por lo que esperé pacientemente a que el camarero que fue a preguntar a cocina, se perdiera por el camino y se fuera a comprar unos pimientos a alguna tienda de los alrededores. De todas formas, estaba entretenida entre mi libro y las conversaciones entre uno de los cocineros y el otro de los camareros, acusado de haberse llevado dinero de la caja. Esto me llevó a entender por qué en los restaurantes con estrella no se permite hablar durante el servicio. Una vez zanjada la conversación, el susodicho camarero se acercó a la mesa para ver si me había decidido, pero claro no sabía que lo que esperaba era conocer el menú, que resultó ser el siguiente: ensaladilla, ceviche y brioche de costilla. Creo que al oír la palabra ensaladilla, mi cerebro automáticamente aceptó la propuesta. Y aunque tengo que decir que yo antes no era así, eso se lo debo a mi padre, que sitio que va, sitio que la prueba. A este paso ya tendrá un máster en ensaladilla rusa, aún sin saberlo. En este momento me planteo si seguir su estela, pero dando a conocer mi opinión, o si quedarme mis impresiones para mí. Bromas aparte, la ensaladilla -que resultó ser de bonito- llegó emplatada con el clásico aro y unas regañás a modo de barrera no fuera a ser que se desmontara (ver foto). Y claro, si haces un clásico tienes que aportarle un toque diferenciador; en este caso, resultó ser la mayonesa, que tenía un toque como de ahumado, aunque combinado con las regañás me sabía como a las ruffles sabor york y queso (no preguntéis por qué). El camarero me comentó que era por el ahumado del bonito, aunque su respuesta no me terminó de convencer. Al poco de acabar, ya tenía delante el ceviche (de lubina, creo) y no es que yo sea mala fotógrafa (que también), si no que la estética distaba mucho de la de los ceviches peruanos y ecuatorianos a los que estoy acostumbrada, llenos de color y matices de sabor y texturas. Más que un ceviche, me pareció un consomé de leche de tigre con elementos varios (pescado, cebolla y crema de aguacate) cuyo sabor era casi imperceptible. Mientras disfrutaba de este consoviche, apareció una pareja de señores que parecían habituales del local pues ni siquiera ojeraon la carta. Lo que no les pasó desapercibido fue algo que a los camareros sí: la mesa cojeaba. Bastante. La desgracia, pues, no se hizo esperar. Así, fui testigo directo de cómo se derramaba la copa de vino sobre la camisa de uno de los señores. Por suerte, éste se lo tomó con calma y humor humor, aquejándose solo de que olería a borracho aun sin serlo. Apenas posé la cuchara en el plato, ya me habían puesto el siguiente (y último) por delante. No sé si en mi cara se reflejó la decepción que sentí al ver ese brioche, pues me pareció más un pan de hot-dog redondo hecho con mantequilla, que un brioche esponjoso. En boca, la sensación fue la misma: demasiada consistencia para considerarse un brioche. El relleno, costilla con salsa ¿kimuchi? me resultó graso de más para acabar la comida.


Y he aquí uno de los mayores inconvenientes (para mí) de ir a comer sola: estar llena, pero querer probar algún postre y no tener con quién compartirlo. Aún con todo, no pude reprimir el echar un vistazo rápido a la carta de postres por si había algo que mereciera probar aunque ello supusiera caer en los brazos de Morfeo poco después. Como no fue el caso, pagué y me fui, no sin antes echar un vistazo al baño. Y es que últimamente me he vuelto un poco obsesa de los mismos, al comprobar que en muchas ocasiones falta jabón. No fue el caso aquí, que además de jabón tenían un ambientador que olía como si hubieran derramado un bote de champú ultra-suave de albaricoque, el cual me transportó por unos minutos a los baños de mi infancia.


Con el estómago lleno -aunque no del todo satisfecho- me perdí por las calles de Málaga hasta encontrar el Museo Carmen Thyssen. Y esta vez sí que me sonrió la suerte, pues resulta que de 14.30 – 16.00 h, la entrada es a un precio reducido (6€), que bien merece adelantar/retrasar la comida para hacer la visita con total tranquilidad. Aunque no puedo ser objetiva, ya que las escenas costumbristas andaluzas me tocaron la fibra sensible, y ya la exposición Perversidad. Mujeres fatales en el arte moderno terminó conquistándome del todo. La única pena que me quedó es no haberme llevado conmigo el libro “El Thyssen en el plato”, pero aprovecho la ocasión para decir que mi cumpleaños se acerca (13 de septiembre) y, en caso de dudas, sería un buen regalo.

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